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Esta no es una crisis cíclica al uso, como las que periódicamente sufre la economía. Esto es una convulsión de todo el sistema capitalista de mercado, que reacciona en contra de su versión más amable y benigna, la que dio lugar a los llamados Estados del Bienestar, principalmente en Europa occidental tras la Segunda Guerra Mundial. Aquella versión dulcificada del capitalismo, propiciada por el equilibrio de bloques existente tras la contienda bélica y cuya legitimación socialdemócrata se hizo necesaria para contrarrestar el atractivo inicial del “paraíso comunista” entre las clases trabajadoras, ya no es necesaria tras la caída del muro de Berlín.

Desde finales de los años ochenta de mil novecientos, el sistema se ha ido globalizando, especialmente en los ámbitos financieros, y ha roto las amarras de los Estados Nacionales hasta constituirse en un superagente económico plenipotenciario que, ya sin límites ni bridas, solo se guía por su propia lógica, la del lucro como principio, el beneficio sin techo, la explotación ilimitada de los recursos productivos, incluidos los naturales y los humanos, y la desigualdad.

La crisis hipotecaria y crediticia, que estalla en Estados Unidos en 2007 y contamina a toda Europa en 2008, obliga de nuevo a los Estados a emplear ingentes cantidades de dinero público para rescatar a las entidades financieras en peligro real de quiebra. Cuando hubiera podido pensarse que este esfuerzo presupuestario, a costa de los contribuyentes, legitimaría de nuevo a los poderes públicos para regular y poner orden en un sector financiero internacional, cuyas actuaciones especulativas sin freno ni límites pusieron en grave riesgo la estabilidad económica mundial, la sorpresa fue que todo sucedió al revés. Este capitalismo especulativo tomó las riendas del poder anulando a los Estados que habían acudido a su rescate con grandes partidas de gasto público, y que habían hecho frente con elevados costes de deuda y déficit a los desastres sociales que, en términos de paro y recesión, había ocasionado la crisis económica real que desencadenaron sus propios desórdenes financieros.

Una vez contaminadas las cuentas públicas, la situación se transformó en una crisis de deuda soberana que dejó a los Estados a merced de los mercados, imponiéndoles unas políticas de ajuste mediante las cuales los desequilibrios generados por la hipertrofia de un sistema financiero internacional especulativo y desmedidamente ambicioso e imprudente, serían compensados a costa de unas rigurosas limitaciones del gasto y un desastroso deterioro de los servicios públicos básicos, generadores de recesión, desempleo y empobrecimiento.

Esos mercados, cuyos impulsos son dirigidos por unas instituciones económicas internacionales sometidas al mandato de unos gobernantes fuertemente imbuidos de las ideologías liberales más extremas, encuentran su fortaleza en la debilidad de los países más endeudados. Son inexorables. Quieren más ajustes pero con eso no les basta. Necesitan que crezcamos para que generemos riqueza y ellos puedan cobrar sus deudas e intereses, pero sus políticas nos bloquean. Quieren que sigamos haciendo parte de lo que estamos haciendo, pero no confían en que nuestro modelo territorial pueda gestionarse de manera más racional. Desconfían de las Comunidades Autónomas y exigen recortes, que afectarán a áreas sociales tan sensibles como la sanidad y la educación. Y, en este contexto de crisis global, una nueva víctima: las corporaciones locales, que nunca disfrutaron en la Hacienda española del nivel financiero que les correspondería en función de la importancia de los servicios que prestan por la inmediatez de su presencia institucional ante los ciudadanos. Eso las ha llevado a una situación crítica, debida en buena medida a los denominados “servicios impropios” que prestan a la comunidad vecinal. De ahí las estrecheces financieras de las Haciendas Locales, que no se derivan de posibles ineficiencias o despilfarros, ámbitos en los que tantas veces la anécdota se eleva a categoría, como de su tradicional falta de recursos, endémica en la historia fiscal de nuestro país y pendiente de corregir cuando sea abordada la segunda descentralización que, si en este escenario de penurias económicas es impensable a corto plazo, no debe ser olvidada cuando se reestructure y reequilibre el modelo territorial español, como habrá de suceder cuando pase lo peor de esta larga crisis.

 

 

Juan Gómez Castañeda

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